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lunes, 17 de agosto de 2015

Décimo: Los casos del teniente Llamazares - Dúplex de Reyes - Capítulo 3 - I

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Juan Conesa Arias, paciente de Atrofia multisistémica, de León.

Notas del administrador del blog:

Con su permiso, por supuesto, en este blog, por capítulos, vamos a editar la novela 'Los casos del teniente Llamazares', autoría de Juan Conesa Arias, paciente de Atrofia multisistémica, de León... La citada enfermedad, que causa ataxia, es una nominación relativamente moderna de una parte de las antiguas OPCA's (atrofias olivo-ponto-cerebelosas), grupo en el cual, antes de las diferenciaciones genéticas, también se incluían las, ahora, SCA's (ataxias espinocerebelosas).

El ritmo al que serán editados los capítulos en este blog, no está fijado, ni podría predeterminarse... pues la obra novelesca está aún en incipiente fase de escritura, e iremos editando a medida que los textos estén disponibles. Concluiremos cada capítulo con un "(continuará)", pero sin fecha fija. Eso sí, se hará constar cada día los enlaces a capítulos anteriores... para que nadie pudiera perderse el hilo de la novela.
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Anteriores
1- Los casos del teniente Llamazares - Dúplex de Reyes - Capítulo 1 - I
2- Segundo: Capítulo 1 - II
3- Tercero: Capítulo 1 - III
4- Cuarto: Capítulo 1 - IV
5- Quinto: Capítulo 1 - V
6- Sexto: Capítulo 2 - I
7- Séptimo: Capítulo 2 - II
8- Octavo: Capítulo 2 - III
9- Noveno: Capítulo 2 - IV

LOS CASOS DEL TENIENTE LLAMAZARES - Dúplex de Reyes - Capítulo 3 - I

Juan Conesa Arias
Le había costado una semana entera convencer al terco del comisario Blanco de que Eiroa era el asesino. Pero eso no había sido lo peor. Una vez convencido el comisario, ambos tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de intentar que el juez comprendiera. Y el juez era uno de estos nuevos abogadillos que piensan que lo saben todo y que, por supuesto, creen que los asuntos de cuernos son sólo tramas de obras literarias del dramaturgo Calderón de la Barca.

En primer lugar, el juez opinaba que hoy en día unos cuernos mal puestos no eran suficiente para que alguien matara a otro.
“Éste sabe menos de la vida que mi hijo Fer”, pensaba Llamazares.
Después, se negaba a firmar el registro del chalet de Eiroa.
Le explicaron, de todas las formas posibles, que el tesorero había desaparecido, y que su mujer juraba y perjuraba que estaba en Vegas del Condado atendiendo unas obras en el chalet. Pero nada: Seguía empecinado en que se habría fugado. Y eso que habían dado la descripción de Eiroa a todos los aeropuertos y puestos fronterizos del territorio nacional. Incluso, el muy necio, había dictado orden de busca y captura internacional. “Tiene que haberse fugado”, decía, “no puede haber desaparecido así como así”.

Pero Llamazares estaba convencido de que en la casa de Vegas del Condado se encontraba la clave que resolvería todo. Tenía esa corazonada.
Y, por una vez, Blanco estaba con Llamazares. El comisario también creía que en Vegas estaba la solución a sus problemas. Incluso había manejado hilos en el Ministerio del Interior para presionar al juez. Como hombre del partido, que era, sabía que la solución de la infidelidad y del ataque de cuernos del tesorero era una buena solución para todos, especialmente para el partido.
Así que, por fin, el juez decano de León, presionado a su vez por el Fiscal General del Estado, había presionado al juez del caso. Y el caso era que la presión casi le rompe las costillas al pobre juez, que había terminado por firmar la orden de registro del chalet.

Y allí estaban. En el salón del chalet, una amplia sala con un ventanal a su izquierda que daba al fabuloso jardín de la parcela... algo mustio ahora pues el frío del invierno paramés había helado hasta el césped. Sin embargo, a simple vista se adivinaba que en primavera el jardín debía ser un frondoso vergel, al que por no faltarle, ni siquiera le faltaba el sauce llorón en el centro.

Un gran armario blanco, que dejaba vislumbrar a través de los cristales de sus vitrinas una vajilla de Sargadelos, podía verse en la pared de enfrente de la puerta de la sala. En la otra pared, un trinchero con marcos de fotos, que debían contener recuerdos de la familia, estaba cubierto por el polvo. Junto al trinchero, una gran mesa de comedor con seis sillas alrededor y una gran fuente de cristal llena de frutas de plástico, descoloridas por la gran capa de polvo depositada sobre ellas. En la pared en, cuya esquina estaba la puerta por la que entraron, había una pequeña consola de esas que sirven para tener la televisión encima y llevarla de un lado a otro, con una televisión antigua, y un par de sillones ajados, trasladados probablemente de alguna otra casa…

Fue una de las primeras dependencias de la casa en la que habían entrado. Se habían dirigido hacia ella una pareja de policías, y, según abrieron la puerta, el olor les había soltado una bofetada. Llamazares lo reconoció enseguida, y el comisario había soltado una arcada según le llegó el olor a su delicada nariz.
- ¡No entren! Prefiero entrar yo primero y ver cómo está el patio.

Afortunadamente, había traído en el bolsillo del abrigo un tubito de crema de manos. Lo abrió, y se colocó una pequeña capa de crema debajo de la nariz, justo encima del bigote. Miró hacia su izquierda, pero vio cómo Blanco estaba ya echando la primera papilla que le había dado su mamá. “¡Menudo mariconazo!”, se dijo.
Sobre la mesa había un enorme cuajarón de sangre, sobre la que volaban enormes moscardones verdes. Mezclados con la sangre se podían ver manchurrones de color blanco, probablemente procedentes del interior de la cabeza del cadáver que estaba encima de la sangre coagulada. El cadáver tenía las dos manos apoyadas obre la mesa. En la derecha tenía un arma y la izquierda estaba doblada de forma grotesca, como si su propietario hubiera caído sobre ella justo en ese brevísimo lapso de tiempo que existe entre la vida y la muerte. Según se acercó Llamazares, de la boca del muerto salió un moscardón zumbando, probablemente con la panza satisfecha. Llamazares reconoció la cara de Eiroa.

- ¡Está frito!.
- El muy hijo puta ha debido tener un ataque de cuernos –dijo Blanco, que en ese momento llegaba a la habitación con el rostro completamente cerúleo-. Y después de matar a su mejor amigo, se ha pegado un tiro. Al menos para eso ha tenido cojones. ¡Pelayo, ya puede hacer su asqueroso trabajo!.
“¡Como siempre, tan agradable, el cabrón!”, pensó Llamazares, después de oír cómo Blanco había calificado el trabajo de su compañero de la policía científica.
- Vamos fuera, Llamazares. Aquí hay un pestazo que no lo aguanta ni su puta madre…

Salieron al jardín, donde Blanco sacó un paquete de Ducados, y le ofreció un cigarrillo a Llamazares.
- Yo prefiero éstos –dijo el teniente, sacando su paquete de Marlboro.

Cuando el humo del tabaco hubo ejercido su función tranquilizadora para el comisario, éste comentó:
- ¡Bueno, asunto resuelto! Y todo gracias a usted, Llamazares… Bueno, a usted... y al chirri de la tesorera –lanzó una risita de complicidad–. ¡Buena apreciación esa de que la dama tenía picor allá abajo…! Pues en pocos días se ha quedado sin sus dos proveedores de polvos… -volvió a reírse.
“¡Hay que joderse, qué mal gusto tiene el tío para los comentarios!”, pensó Llamazares.

En ese momento, apareció por la puerta un policía que llevaba una bolsa de plástico con algo que le tendió a Llamazares.
- No tan deprisa, comisario. Esto no se ha acabado –dijo Llamazares, una vez que hubo visto lo que contenía la bolsa, y, con un rápido gesto, se lo lanzó a Blanco... que lo recogió.
La bolsa contenía un naipe: El caballo de bastos.
- Lo hemos recogido del bolsillo de la camisa del cadáver, comisario –dijo el policía.
- ¡Me cago en la puta! -fue lo único que acertó a decir el comisario, sujetando la bolsa con los dedos pulgar e índice de su mano derecha y alejada de su cuerpo, como si la bolsa contuviera algo asqueroso.

(Continuará).

Fuente: Blog del autor: http://tenientellamazares.blogspot.com.es/

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