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viernes, 20 de febrero de 2015

Tercero: Los casos del teniente Llamazares - Dúplex de Reyes - Capítulo 1 - III

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Juan Conesa Arias, paciente de Atrofia multisistémica, de León.

Notas del administrador del blog:

Con su permiso, por supuesto, en este blog, por capítulos, vamos a editar la novela 'Los casos del teniente Llamazares', autoría de Juan Conesa Arias, paciente de Atrofia multisistémica, de León... La citada enfermedad, que causa ataxia, es una nominación relativamente moderna de una parte de las antiguas OPCA's (atrofias olivo-ponto-cerebelosas), grupo en el cual, antes de las diferenciaciones genéticas, también se incluían las, ahora, SCA's (ataxias espinocerebelosas).

El ritmo al que serán editados los capítulos en este blog, no está fijado, ni podría predeterminarse... pues la obra novelesca está aún en incipiente fase de escritura, e iremos editando a medida que los textos estén disponibles. Concluiremos cada capítulo con un "(continuará)", pero sin fecha fija. Eso sí, se hará constar cada día los enlaces a capítulos anteriores... para que nadie pudiera perderse el hilo de la novela.
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LOS CASOS DEL TENIENTE LLAMAZARES - Dúplex de Reyes - Capítulo 1 - III

Juan Conesa Arias
Mientras Llamazares bajaba por la Gran Vía de San Marcos, lo único que era capaz de ver del hospital de peregrinos era apenas su silueta. Y eso que lo de llamar Gran Vía a una calle como aquella era demasiado pretencioso, dadas sus dimensiones. Pero bueno, todas las ciudades de España tienen que tener una Gran Vía…

Llamazares tuvo que bajar la ventanilla del coche para poner sobre el techo el luminoso de la sirena. No le gustaba usarla, aunque en algunas ocasiones, como ésta, se hacía necesario su uso. El maremágnum de coches de policía, tanto municipal, como nacional, la ambulancia y, sobre todo, las dos unidades móviles de televisión, todos ellos aparcados al final de la calle, le impedían llegar a su objetivo.

Así que colocó el rotativo sobre el techo y dio dos o tres toques de sirena. No pudo aguantar la tentación de hacer sonar de nuevo la sirena según pasaba por delante de su coche una rubia locutora de la televisión local a la que conocía. La mujer pegó un pequeño salto, y dio un gritito de susto, que hizo que Llamazares comenzara a reírse con ganas.

- ¡Eres un pequeño cabroncete, Maurín! -le soltó la rubia cuando miró al interior del coche, y le vio. Rodeó lo que le quedaba de la delantera del vehículo, y le hizo señas para que bajara la ventanilla.

- ¡Que hace mucho frío, Caminín…! –dijo Llamazares mientras la bajaba.

- ¿De cuándo acá un leonés que se precie tiene frío? ¡Anda, que vaya pifostio tiene montado tu jefe! No nos deja ni acercarnos… Total, porque a alguien le ha dado por descabezar un gocho…

- ¡Cómo te pasas! Ya te he dicho más de una vez que esa lengua te pierde. Un día de estos te veo en la trena por deslenguada.

- Ya quisieran algunos… -dijo haciendo un mohín de desprecio– Por cierto, ¿qué sabes de esto? ¿Es cierto que había un testigo? –Mientras que preguntaba iba apoyándose en la ventilla con los brazos, dejando al descubierto por debajo del abrigo un jersey azul con un desmesurado y opulento escote.

- No sigas bajando, que te voy a ver las bragas, guapa… Y además, te iba a dar igual. No sé más que han matado al presidente de la Diputación. Blanco me llamó y, en medio de sus habituales graznidos, me dijo que viniera cagando hostias… Así que, ¡a saber a la Universidad, reina! Y déjame que siga, que si no llego pronto, el hijoputa de Blanco va a pedir mis cojones como llavero para el coche…

- ¿Tan mal están las cosas?

- Peor… Ese cabrón me tiene entre ojos desde que llegó y hasta que no me empapele no para.

La locutora se levantó e imitó una reverencia, dejándole pasar. Llamazares se llevó dos dedos de su mano izquierda a la sien, saludándola a la manera militar y continuó su camino. Habían pasado muchas aventuras juntos María del Camino Riello y él. Incluso en algún momento de su ya larga amistad, habían tenido algún que otro placentero roce en la cama. Nada del otro barrio, pero a él siempre le gustaron sus pechos, y Caminín lo sabía, ¡vaya si lo sabía!, y sabía sacar partido de ello cuando quería…

Consiguió aparcar el coche justo al lado de la ambulancia, al otro lado del cordón policial que se había formado al finalizar la Gran Vía. Miró, y a lo lejos, a la izquierda, justo donde comenzaba el puente sobre el Bernesga, vio a Blanco. Siempre procuraba evitar el contacto con él. No se caían bien el uno al otro, y Llamazares había decidido que la mejor manera de no tener que aguantarle, era no verle. Por eso le evitaba en la medida de lo posible. Pero había ocasiones, en las que no tenía más remedio que trabajar con él. Y sospechaba que ésta era una de ellas.

Se acercó a Blanco. Según le vio aparecer el comisario, se le aproximó también. Llamazares no conocía a nadie a quien el apellido le cayera tan mal. Algo bajito y rechoncho, con una cara cetrina y unas enormes barbazas, parecía más un talibán que un policía. Incluso corría el bulo por la comisaría de que en una ocasión le había tenido retenido en el aeropuerto de París, confundiéndole con un terrorista argelino.

- ¡Ya era hora, hombre! El señor no puede venir antes de tomarse un buen desayuno, ¿o qué? Ha tardado más de una hora desde que le llamé.

A Llamazares le hubiera gustado contestarle que desde que le llamó no había pasado más de diez minutos. Pero sabía que le iba a dar igual. A Blanco no había nada que le pusiera de más mala leche que le sacasen de su rutina de despacho por la mañana, y partida con café y puro por la tarde. Y esta mierda le iba a arrancar de raíz de la rutina…

- Lo encontró un policía local que hacía la patrulla. Dice que los faros del coche iluminaron un bulto al pasar por delante del puente. Le pareció raro, y se acercó a ver qué era. Cuando llegó, hacía ya tiempo que le habían pegado el tiro, pues la sangre estaba congelada... ¡Joder, qué frío hace!... Lo que le llamó mucho la atención fue lo que le vio en el pecho.

Se metió la mano en el bolsillo interior de la pelliza que llevaba puesta, y sacó una bolsita de plástico transparente, de las que usan los forenses. En su interior se podía ver un naipe. Era el típico naipe con el reverso de color verde y una filigrana a cuadros dorados, de Heraclio Fournier, de los de toda la vida. Llamazares estaba harto de verlo en todos los bares, cafeterías, e incluso en locales de moral un poco distraída. Un manchurrón de sangre seca se extendía a lo largo de toda la esquina inferior derecha del reverso. Blanco le dio la vuelta a la bolsa, de forma que Llamazares pudiera ver la carta de la baraja que era: El rey de bastos, que, como si quisiera imitar al difunto, tenía debajo de los pies lo que se había filtrado del cuajarón de sangre del reverso.

- Blanco, espero que esto no sea más que una coincidencia, porque de lo contrario…

- De lo contrario... ¿qué, listillo? Esto no es más que un asesinato de alguien que le tenía inquina a ese desgraciado, cosa que no es muy difícil, viendo lo buena pieza que era… ¡Y punto! Como se le ocurra pensar en otra cosa, le aseguro que termina sus días de funcionario de prisiones, en Villahierro [1], abriendo y cerrando celdas a maricones llenos de sida. Así que, ¡hala!, a trabajar en el asunto, y a cerrar el caso lo más rapidito posible, para que no tengamos muchos problemas con la prensa, ¿entendido?.

- ¡Pero, el naipe…!

- ¡Ni peros, ni peras! Lo que le acabo de decir me lo ha susurrado al oído un pajarraco de esos que vuelan alto allá en Madrid. Así que no hay más que hablar. ¡Al tajo!.

Llamazares se dio la vuelta sin decir nada más. Si no hubiera dejado de fumar hacía cinco años, habría encendido un cigarrillo. ¡Cómo echaba de menos esos cigarrillos de los de pensar! Por eso, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un cigarrillo de plástico de los que se les mete un trozo de caramelo de menta dentro para saciar la necesidad de fumar.

“Bueno, pues un cabrón menos en el mundo, y un policía que tiene un problema de los de órdago a la grande entre las manos”, pensó. Se arrebujó en el abrigo, y se fue a coger el coche. Aún no eran las seis de la madrugada, así que aún tendría que esperar un par de horas para desayunar con su chaval, que hoy era miércoles, y le tocaba… Tenía tiempo suficiente para pensar qué era lo siguiente que iba a hacer. Y tenía mucho sobre lo que pensar…

[1] Villahierro es el nombre de la prisión provincial de León, en la población de Mansilla de las Mulas.

(Continuará).

Fuente: Blog del autor: http://tenientellamazares.blogspot.com.es/

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