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jueves, 9 de octubre de 2014

'Las palabras del viento' (décima y última entrega)

Blog "Ataxia y atáxicos".

Mamen García
Por María Narro, pseudónimo literario de Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).

Notas del administrador del blog:

Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.

En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:

1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
4- 'Las palabras del viento' (tercera entrega)
5- 'Las palabras del viento' (cuarta entrega)
6- 'Las palabras del viento' (quinta entrega)
7- 'Las palabras del viento' (sexta entrega)
8- 'Las palabras del viento' (séptima entrega)
9- 'Las palabras del viento' (octava entrega)
10- 'Las palabras del viento' (novena entrega)



Décima y última entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"


Portada de 'Las palabras del viento'
Bernarda Alba

Le abrazó nada más verlo, y don Cosme se dejó abrazar. Su marido y el argentino que la habían seguido corriendo hasta la iglesia se quedaron de piedra al ver al joven párroco abrazado a Bernarda junto al campanario. Lloraba porque les creyó a todos muertos al no encontrarles en sus casas. Volvía cuando se enteró del bombardeo de Sigüenza... la familia con la que viajaba dormía en la catedral al producirse el asedio...
-Me quedé allí hasta que todo terminó ocultando que soy cura... soy un cobarde, Bernarda, oculté que soy cura por miedo a que me matasen...
-¿Quién se lo preguntó?
-Nadie,  Jacinto, sólo me quité la sotana y el alzacuellos...
-En estos tiempos es muy fácil confundir la inteligencia con la cobardía... tranquilo, hombre –le dijo Samuel dándole un breve abrazo de bienvenida.

Don Cosme escuchó con atención a Bernarda hablándole de ese refugio donde no dejaban entrar a la guerra, no había odios aunque sí silencios. Y había gente de los dos bandos allí escondidos. Gente que no se mataba entre ellos, gente con miedo, gente... al fin y al cabo.

Pocos días antes de Navidad los hombres hablaban en voz baja fuera del refugio. Cuchicheaban más bien bajo un gélido sol de diciembre.
El paisaje se había aletargado; Sigüenza y sus alrededores, llenos de ruinas y sangre que no dejaban
.de llorar por los que habían muerto, parecían dormidos. Las bombas y el horror seguían rugiendo a muy pocos kilómetros de allí. Cada día llegaban nuevos refugiados que venían huyendo de sus pueblos, algunos se quedaban, muy pocos, pero la mayoría seguía huyendo. Casas de postas... en eso se habían convertido casi todas las casas del pueblo, algo que les ayudaba a disimular el refugio ante los del cuartelillo y los nacionales.
Pero había inquietud, algo gordo estaba ocurriendo en una de las entradas de Madrid...
-Las tropas de Franco han de tomar la capital cueste lo que cueste... una sangría es la que están montando... creí que el horror se quedaba en Sigüenza pero esto sólo fue la apertura del infierno –dijo Zacarías golpeando una piedra con un pie.
Los que no sabían a qué se refería se miraron entre sí alzando los hombros.

Don Cosme había ido a cerrar la iglesia, no habría oficio religioso en Navidad como solidaridad con la matanza de Paracuellos... es lo único que podían hacer.
-No es que a mí me importe que no haya misa, pero ¿me queréis decir qué coño está pasando? –dijo don Perico arrimándose al grupo de hombres que hablaba en la puerta del refugio.
-El gobierno ha hecho una matanza fusilando a miles de presos recientes, casi civiles, en Paracuellos del Jarama...
-¿Qué gobierno?
-Pues la Republica, coño –le contestó de mala forma Jacinto.
-No me lo creo –dijo don Perico sin inmutarse.
-¡Me cagoen la....! –dijo Jacinto mientras el argentino y Zacarías le sujetaban antes de que estampara su puño en el rostro del maestro.
Don Cosme llegó en ese momento pidiendo calma y diciendo que él se lo explicaría.
-Ven conmigo, Pedro –sabía que al maestro no le gustaba que le llamaran como al  apóstol.

El sacerdote y don Perico caminaron hacia el consultorio médico. Al llegar encontraron a cinco niños, muy arrimados entre sí, en una pequeña sala; con los ojos muy abiertos miraban a su alrededor en un gesto adulto de desconfianza. Solamente uno lloraba. Fuera de la sala había dos personas mayores hablando con la señora Felisa...
-Llegaron anoche –le dijo don Cosme al maestro-, venían huyendo desde Torrejón de Ardoz... medio congelados y heridos... los niños vivían en Paracuellos con sus abuelos hasta que los encarcelaron y luego los fusilaron. Y a cientos de presos más. Porque los nacionales ya rodean Madrid, por miedo a perder la guerra, porque iban a misa... yo qué sé por qué...

Volvieron a la sala donde estaban los niños, los cinco estaban sentados en una misma camilla.
-¿Dónde estabais cuando os encontró vuestro tío? –les preguntó el señor cura.
-Estábamos buscando a nuestros padres, los abuelos dijeron que si les pasaba algo malo a ellos, los buscáramos –contestó el mayor de todos.
-¡Está bien, chicos! Os he traído un poco más del pastel que ha hecho Bernarda...

Los cinco niños tenían los pies vendados, llenos de llagas de tanto andar. Nadie sabía cómo habían llegado al frente, pero durante días sortearon las balas buscando a sus padres. Estos se habían alistado en las milicias meses atrás. Eran hijos de republicanos y los salvó su tío desde las trincheras de los nacionales al darse cuenta de que eran sus sobrinos... No los había matado de milagro...
-Todos saben lo que ha pasado en Paracuellos, hasta los niños ¿por qué iban a mentir?... Dime, maestro ¿por qué iban a mentir?

Nadie estaba a salvo, ni de un bando ni de otro. Todos habían perdido el norte aunque sólo se tratase de defender y conquistar Madrid. “Hay que defender la libertad, pero no así”, pensaba don Perico de vuelta al refugio. ¡No así! Ya no sabía lo que iba hacer, cualquier día se chivarían al mando nacional que estaba al frente del pueblo de que era republicano, vendría un camión y se lo llevarían preso en él... a saber dónde. Después de ver los ojos agrandados por el terror de esos cinco niños, su idea de alistarse en el ejército e irse a la capital peligraba. Él defendería la república y la democracia aun después de muerto, pero no así... no así. Los niños son el mañana...
¿Cuántos niños fueron testigos de la matanza de Paracuellos? ¿A cuántos niños les tocará vivir este horror? Él sólo quería enseñar, abrirles caminos para que aprendieran... recorrerlos con ellos. Y eso es lo que iba a hacer: volver sin miedo a la escuela, a ojos de todos. Y si lo mataban... al menos moriría haciendo lo que amaba.

Aquella noche decidió leerles a los niños del refugio un nuevo capítulo del libro de Julio Verne, necesitaba verlos sonreír...

*...En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal y directamente sometido a los vaivenes, cuidaba muy bien, según se lo había recomendado su amo, de no tener la lengua entre los dientes, porque se la podía cortar rasa. El buen muchacho, ora despedido hacia el cuello del elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un clown sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa se reía y bromeaba, sacando de vez en cuando un terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba con la trompa, sin interrumpir un solo instante su trote regular...*

Un par de meses después oyeron hablar por primera vez de los rusos.
En realidad no eran rusos, pero como la gente de los pueblos no les entendía cuando hablaban los apodaron así. Eran soldados pertenecientes al Cuerpo de Tropas Voluntario Italiano, CTV -Corpo Truppe Volontarie- los chitibú los llamaban algunos. Y con ellos llegaron los Camisas Negras a quienes se les tenía cierto miedo porque corrían siniestras leyendas de la primera guerra mundial. Ciertas o no las leyendas, su fama de violentos les precedía allá dónde fueran.
Casi todos se instalaron en Sigüenza, los conventos e iglesias que quedaban en pie hacía meses que se habían convertido en cuarteles, y allí estuvieron esperando durante varios días a que se reunieran las cuatro legiones que avanzarían hacia Guadalajara. En el pueblo se quedaron dos de estos rusos, Paolo y Raffaello: El Paulino y el Rafita como los llamaba Bernarda.

Se habían quedado en su casa por lo que Jacinto, la niña, Juanito y ella misma, estuvieron varios días sin poder pisar el refugio.
Aparte de que siempre iban vestidos de uniforme y eran extremadamente altos, su porte imponía cierto respeto. Pero su amabilidad y sonrisa perpetua, aunque no se entendían con el idioma, eran su carta de presentación.
Les costó acostumbrarse a que cada vez que Bernarda se levantaba de la silla ellos también se levantasen... porque se levantaban todos pensando que algo importante ocurría; o cuando le abrían la puerta para que ella saliera “primo, primo” decían... como si la echaran de su propia casa, y sonriendo, la maldita sonrisa pegada debajo del bigote. Si al menos hablaran en cristiano como todo el mundo se podría enterar para qué iban a Guadalajara cuatro legiones de rusos. Mas nada de nada, no había forma de hacerse entender con ellos; además de comer y arrimarse todo el día a la lumbre no debían saber nada de estrategias militares, porque salir a mirar el cielo cada vez que oían un avión... eso también lo sabía hacer él.
Jacinto no veía el día en que se fueran para perderlos de vista. Sin embargo su hijita Alicia estaba encantada con ellos, siempre tenían un trozo de chocolate para ella. Y Juanito, Juanito encontró en aquellos soldados su vocación.
Casi tenía dieciséis años y aunque su hermano Jacinto le llamó mocoso cuando le dijo que se iría de voluntario al frente después de lo de Sigüenza, ahora sabía que necesitaba entrenamiento para llegar a ser soldado. Como Paulino y Rafita.
Mediante mímica les hizo entender que quería que le enseñaran a desfilar...
-Con el fusil que lleváis... –le dijo a los soldados.
Estos le miraron sin comprender.
-Sí, hombre sí... con el mauser ese –volvió a decir señalando a los dos fusiles que había apoyados en la pared de la cocina.
-¿Fucile? –preguntó Paulino.
Juanito asintió muy rápidamente a la vez que sonreía de oreja a oreja.
-No, no, no fucile; sei un bambino.
Fusil no; eres un niño
Se entendían aunque no hablaran el mismo idioma, si su hermano le había llamado mocoso, este le había llamado...
-¡No soy ningún babino y me puedo dejar bigote como vosotros!
La pequeña Alicia, habiendo comprendido la mímica de su tío, paseaba a lo largo de la cocina con la escoba sobre el hombro.

El invierno de 1937 fue extremadamente frío.
“Va a nevar otra vez”, pensaba Bernarda mientras tendía la ropa. Tener a los soldados en casa no estaba siendo tan complicado como creyó en un principio. Eran limpios, ellos solos se lavaban su muda y por la noche dejaban el uniforme tan estirado que no hacia falta plancharlo. Su marido se había empeñado en matar uno de los pocos corderos que les quedaban cuando se enteró de que las tropas de estos rusos ayudaban a Franco. Aunque ya no estaba segura de si lo había hecho por eso o porque no tenían apenas comida, el caso es que ahora se enfadaba cuando les veía comer y comer hasta atragantarse. No entendía nada... ni a Jacinto, ni la política, ni la guerra; ni cómo un hombre que sabe empuñar un arma es capaz de cuidar y hacer sonreír a un niño. Nunca podría olvidar el dolor que llevaba dentro, eso era imposible, y sólo rezaba para que todo acabara lo antes posible.
Se sobresaltó al oír abrirse la vieja verja de madera detrás de ella.

-Boun giorno –saludó un hombre enfundado en un enorme abrigo gris.
Buenos días
La mujer movió la cabeza a modo de saludo sin saber qué decir.
-¿Paolo?
-¿Paulino? Sí señor, pase... pase usted a la cocina que estará junto al fuego, es muy friolero ¿sabe usté? La otra noche... –Bernarda dejó de hablar al ver la cara de alelado con que le miraba el señor del abrigo hasta los pies, no se había enterado de nada
Otro ruso.
Entró con él en la casa. Le indicaba con el brazo por dónde se iba a la cocina hasta que vio como el soldado se quitaba el abrigo. Su camisa negra. Bernarda palideció y empezando a temblar cogió a su hija en brazos. Juanito, habiendo visto también la camisa, se puso a su lado.
Los tres hombres conversaban en pie sin reparar en el miedo de la mujer y los niños...
-Mancini ha già raggiunto, mattina siamo partiti per Guadalajara (Ha llegado ya Mancini, mañana partimos hacia Guadalajara).
-Accordo, fino a domani. (De acuerdo, hasta mañana).
-Mi mancherà il cibo di Bernarda  (Echaré de menos la comida de Bernarda).

Bernarda con los ojos muy abiertos e intentando susurrar apresuró a Juanito para que fuera al campo a buscar a su hermano. Los rusos se la querían llevar a Guadalajara...
-Tú lo has oído como yo –le dijo metiéndole prisa para que se fuera sin que le vieran.

-¡De cocinera, se la quieren llevar de cocinera! Si ya lo sabía yo –decía Jacinto mientras volvía corriendo hacia su casa-, menudas estrategias tienen esos chitibús...
No dejó sola a su mujer ni la perdió de vista hasta que al día siguiente los soldados, sin grandes ceremonias, recogiendo todas sus cosas se marcharon.
-Addio, buona fortuna –dijeron cuando se iban. (Adiós, buena suerte).
Y arrimándose a Bernarda le besaron su mano diciendo:
-Grazie. Gracias.

La pequeña Alicia observaba con curiosidad la mano de su madre ¡se habían olvidado de su chocolate!... mientras ésta miraba con gesto de interrogación a Jacinto. Les vieron partir en sus motocicletas sin tenerlas aún todas consigo, la nieve no dejaba de caer desde hacía horas y no sabían si podrían llegar los rusos a Sigüenza. O volverían.
Una inmensa nevada de medio metro cubría todo cuando al anochecer decidieron ir al refugio. Había dejado de nevar a media tarde y empezaba a helar. Los caminos habían quedado cortados, Jacinto y Juanito tuvieron que palear la nieve hasta excavar un sendero que les permitiera llegar a los demás. Hacía tanto frío que hasta el río y la fuente se habían helado. En los aleros, los pequeños carámbanos que ya se formaban parecían los colmillos de cualquier ogro de las nieves. La leña empezaba a escasear, y los niños se iban a sus camastros con ladrillos calientes enfundados en gruesos calcetines de lana. Don Perico había cerrado la escuela por unos días.
El frío congelaba todo menos la guerra.

En el refugio sólo se hablaba de la salida de los rusos de Sigüenza. Tantas tropas de soldados uniformados, decenas de vehículos blindados, camiones, tractores, motocicletas... y decían que en la carretera que iba hacia Guadalajara había largas colas de kilómetros de lo mismo...
-Buen blanco para la aviación republicana, sí señor -dijo el argentino mientras liaba un pitillo.
-Lo que no entiendo es cómo no se dan cuenta los rusos de que se van a atascar...
-¡Leches, pregonero, que te he dicho mil veces que son italianos! –se oyó a Zacarías desde su camastro.
-Tú me has entendido ¿no? Pues eso... –siguió diciendo Jacinto-, y espero que sin mi Bernarda se puedan apañar, porque como no lleven buenos cocineros pa comer caliente van a durar muy  poquito.

El día siguiente amaneció vestido con una espesa capa de niebla y lloviendo a mares. No se veía nada. Pocos fueron a trabajar, la mayoría se quedó en el refugio. Don Perico entretuvo a los niños por la mañana, mientras los mayores jugaban a las cartas. Era un ocho de marzo, el cumpleaños de Pilar y de Fernanda... el primer cumpleaños sin Pilar.
Fernanda llevaba todo el día tumbada en su camastro, y aunque Micaela había intentado que se levantara, no pudo. A media tarde los trillizos de Dolores empezaron a llorar a coro y los niños más pequeños se pusieron a jugar y cantar canciones con ellos. Los chicos mayores jugaban a la guerra desfilando a lo largo y ancho de la bodega. Las mujeres zurcían calcetines y tejían mantas de lana... y fuera, la violencia y la sangre seguían marcando el tiempo. Era todo tan irreal, como una pesadilla de la que quieres despertar y no puedes. Sumida en sus pensamientos Fernanda no se dio cuenta de que la pequeña Alicia, cogiéndola de una mano, le había guiado hasta el centro del corro que formaban los niños más pequeños. Los trillizos aplaudían sonriendo cuando se sentó entre ellos. Se sabía tantas canciones...

*Debajo un botón, ton, ton
Del señor Martín, tin, tin
Había un ratón, ton ton
Muy muy chiquitín, tin tin

Tan tan chiquitín, tin, tin
Era aquel ratón, ton, ton
Que encontró Martín, tin, tin
Debajo un botón, ton, ton...*

-Eso es... ¡hagamos una fiesta! –dijo Samuel el argentino poniéndose de pie-. ¿Te parece bien? –le preguntó a Fernanda.
-A mi hermana le encantaría –contestó con los ojos cargados de agua.
-¿Se pueden tirar petardos? –preguntó Juanito-, aún tengo del año pasado...
Bernarda, levantándose y acercándose a él mientras arrastraba por el suelo la manta que tejía, le arreó una colleja.
-¿No te bastan los tiros? Que me tienes harta, y al final te tiendo de las orejas en la calle.

Aquella noche, bajo la música del gramófono de Samuel y las caricias de Gardel, las parejas que había en el refugio bailaron más pegadas que nunca mientras don Cosme buscaba una jota entre los discos del argentino. Fernanda bailaba con Alicia en brazos y el maestro se había atrevido a sacar a bailar a Micaela. La primera canción que bailaban juntos... aunque ambos sabían que sería la última.

No muy lejos de allí, en Brihuega, durante todo el día los italianos bombardearon con su artillería el frente republicano, rompieron la línea del frente con ayuda de sus tanquetas, pero la niebla y la lluvia les impidieron avanzar con verdadera rapidez.
Al día siguiente las tropas italianas continuaron su avance con tanques pesados, pero de nuevo con escasa visibilidad para maniobrar, lo cual permitió que casi toda la 50° Brigada Mixta del Ejército Popular pudiera retirarse casi sin bajas... Así estuvieron hasta el día once de Marzo en el que las tropas españolas del bando nacional consiguieron tomar Brihuega.
Su propósito: llegar a Guadalajara para avanzar desde el norte hacia  Madrid.
Mientras, los italianos hacían retroceder a los republicanos a la vez que el cielo, quizás quejándose por la sangre absurdamente derramada, seguía frenando la batalla con sus inclemencias meteorológicas.-
Hasta que el día doce los soldados republicanos, sigilosos, atravesaron la niebla, como sombras guerreras, cargados de bombas de mano, fusiles-ametralladores, morteros ligeros, ametralladoras Maxim, y una fuerte provisión de explosivos de toda clase.
Su misión: recuperar Brihuega.

El día veintitrés lo consiguieron, de nuevo el bando republicano al mando del pueblo de  Brihuega. Orgullosos y victoriosos olvidaron los más de seis mil muertos entre italianos y españoles en tan cruel y absurda toma. Soldados, civiles... daba igual, sólo contaba que habían conseguido recuperar el pueblo.
La guerra es así: un gran tablero de ajedrez donde los mandos disponen y mueren los peones.

Poco a poco y como la guerra se iba alargando, el pueblo volvió a la normalidad. Una normalidad vigilada por soldados, llena de carreras y miedo... mucho miedo a los aviones. Casi todos habían vuelto a sus casas, el refugio apenas se utilizaba, debían aprender a embrutecerse, o a lo que era lo mismo: a sobrevivir. Muchos eran los que seguían echándose al monte para no alistarse en el ejército; otros se alistaban voluntarios. Para defender o atacar, en muchos pueblos ya no se sabía qué bando defendía ni qué bando atacaba. Ni porqué a ti te toca con los republicanos y a mí con los nacionales. La confusión y sobre todo la envidia empezaban a reinar. Seguían escuchando testimonios dantescos de los que venían huyendo, y les abrían los brazos y sus casas por el tiempo que necesitaran, pero eran ellos, los que se conocían de toda la vida, los que empezaban a mirarse mal.
Después del verano comenzaron a circular unas misteriosas listas negras, en ellas figuraban los nombres de quienes por alguna razón había que vigilar, o no olvidarse de ellos. Nadie sabía quién las redactaba, pero todos las temían.
-¡Dios te salve de estar en alguna lista! –se decía.

Fue Zacarías el que, por alguna de esas razones ocultas del destino, se hizo con una de esas listas en Pelegrina. Había tantos nombres conocidos que se asustó y la guardó en seguida. Allí estaba escrito el nombre de sus padres, de don Perico, de Jacinto y hasta el de Samuel, que ni siquiera era español. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué sentía más miedo por sus padres que si hubiera estado él en la lista? Eran ya muy ancianos, pero sabía que nunca se habían llevado bien con la gente del pueblo.
Encarna, su mujer, se dio cuenta de que algo le pasaba, él la esquivó, y no se lo contó a nadie. A Jacinto tampoco ¿para qué? Si aquello era una sentencia de muerte, que no lo sabía, sentenciados a muerte en una guerra estaban todos... ¿Para qué asustarles antes de saber lo que había detrás de esas listas?
-Cuida de mis padres –pidió Zacarías a su mujer.
-¿Adónde vas? –le preguntó ésta agarrando una de sus manos.
-A Sigüenza para ver lo que hay que arreglar de nuestra casa y conseguir información sobre mi hermano. No te preocupes, vuelvo enseguida.
-Ten mucho cuidado, por favor.
La dio un beso y le pidió que cerrara bien la puerta de la casa.
-Y no dejes entrar a nadie. A nadie, Encarna, a nadie.

No consiguió enterarse de nada. Nadie sabía nada de las listas, aunque todos habían oído hablar de ellas. Ni los rojos, ni los nacionales sabían lo que significaba; igual sólo era envidia, los viejos rencores del pasado que volvían a crecer dentro de los pequeños pueblos mientras España entera se mataba sin saber por qué.
En 1938, después de haber arreglado los desperfectos de su casa con la ayuda de Jacinto y una de sus cuadrillas, Zacarías se disponía a volver a Sigüenza. Sus padres se negaron en un principio a irse a vivir con él y su familia, pero al darse cuenta de que en Pelegrina ya no hacían nada accedieron. La primavera se había adelantado... luego vendría el frío de nuevo, apetecía pasear y los padres de Zacarías se fueron a despedir del pueblo antes de marcharse. Él y Encarna cargaban todo en el coche mientras los niños jugaban al fútbol con un balón medio roto en la parte de atrás de la casa. Los ancianos tardaban en regresar y su mujer fue a buscarlos. Sentado en el poyo de la casa leía el avance de los nacionales hacia Madrid... ¡No pasaran!, gritaban los madrileños.
Otro grito, el de su mujer, le hizo ponerse en pie como un rayo dejando caer el periódico de sus manos. Los gritos de dolor de Encarna no dejaban de oírse; intentando orientarse para saber de dónde venían empezó a correr prisionero del pánico hacia la entrada del pueblo. Estaba en el lavadero; arrodillada en el suelo lloraba desconsoladamente. Fue a por ella sin dejar de decir su nombre... al acercarse vio los cuerpos de sus padres flotando en el pilón.

El llamamiento a filas de Juanito llegó casi al mismo tiempo que la noticia del fallecimiento del marido de la señora Angustias en el frente. Su hijo, el otro chaval de diecisiete años, se libraba de ir a luchar por eso. Con el asesinato de los padres de Zacarías sumado a que la comida empezaba a escasear, se complicaba todo hasta lo indecible.
Jacinto preparaba su huida al monte con toda su familia, por nada del mundo iba a dejar que se llevaran a su hermano...
-No me voy a esconder, la patria me llama y mañana me presentaré en el cuartel de Sigüenza –le dijo el chico cuadrándose ante él.
-Esto no es un juego, anda y no hagas el idiota...
-Te repito que mañana me voy a Sigüenza y de allí a Zaragoza.
Su hermano intentó pegarle una bofetada para que acallara las absurdas ideas de ir a ningún cuartel, pero Juanito agarró su brazo antes de que le rozara la cara. Tenía más fuerza que él. Se había hecho mayor en la guerra. Un niño-hombre al que ya no conocía nadie.
Bernarda con la niña pegada a sus faldas observaba la escena desde la puerta de la cuadra. Cuando Juanito se fue a despedir de Carmina, se arrimó a su marido:
-No te preocupes, recuerda que dicen que la guerra está casi acabada... o con suerte el chico tiene los pies planos como tú y le mandan pa casa o... Zacarías... seguro que Zacarías nos puede ayudar.
-Zacarías anda como ido, encerrado en su casa desde que mataron a sus padres, sólo dice que fue culpa suya porque bajó la guardia. ¿Qué guardia ni que leches? Creo que no está en condiciones para ayudar a nadie, al revés... Encarna tiene miedo de que haga alguna locura.
-Entonces... –musitó Bernarda mirando al suelo mientras las lágrimas, cansadas, muy cansadas, escapaban de sus ojos.

Dos meses después, el siete de agosto del 38, les llegó la primera carta de Juanito. Estaba en una masía de la Sierra de Cardó, en Tarragona; decía que tenían que defender la orilla de río Ebro, que en las trincheras tropezaba con soldados muertos de su edad, y ya no le daba miedo...
Jacinto lloraba con la carta de su hermano entre las manos. Todo el dinero que les dejó su tío les había hecho más daño que bien; la república le quitó tierras, le enseñaron a odiar, a defender lo que era suyo, le convirtieron en cacique... y ¿para qué? Si ahora la República se lleva a Juanito a luchar en una guerra que tiene perdida de antemano según los periódicos. Sólo es un niño envejecido por la guerra. La quinta del biberón, dice el cartero que la empiezan a llamar.

¡La decisiva batalla del Ebro! Rezaban casi todos los periódicos en titulares.

La siguiente carta llegó a finales de octubre, tan preocupados y deseosos de noticias como estaban leyeron con avidez la carta en la que tocaron el miedo y tristeza que se escondía en aquellas trincheras...

"...no podremos resistir mucho más, por mucho que se empeñen no podremos. Pero no os preocupéis por mí, creo que ya estoy muerto, aunque siga disparando..."

Jacinto arrojó la carta al suelo y salió corriendo. No volvió en dos días, Bernarda sabía que tenía que purgar su dolor, auque se le caía la casa encima de miedo, tristeza y soledad.
Los días iban pasando y cuando se aproximaba la Navidad más triste de sus vidas apareció don Perico colgado de una soga. El maestro se había ahorcado dentro de la escuela. Fue don Cosme el que no creyó en su suicidio.
-Si había alguien que amaba la vida y tenía miedo a morir, ese era don Perico –dijo el cura.
-¿Lo han mataó? ¿Pero quién?
-Eso es imposible saber en una guerra, Micaela.
Todos sospechaban del barbero y todos callaban. Discutieron cuando el maestro quitó los crucifijos del colegio y no se volvieron a mirar a la cara; en realidad ya no se hablaba con nadie del pueblo. Desde que había vuelto herido del frente era como si no conociese a nadie, o como si buscara un culpable de la guerra.

Micaela se llevó a la pequeña Alicia unos días a Pelegrina, y don Cosme decidió acompañar a Fernanda a Sigüenza; Samuel el argentino fue con ellos. Había que buscar comida, o comprarla o hacer trueques. Las pequeñas huertas no daban para todos, ni las tres cabras que le quedaban a Jacinto tenían leche suficiente, los soldados de un bando o de otro, se habían ido apropiando de los corderos hasta dejarle seco el corral.
Después de todo un día buscando consiguieron tres sacos de avena, dos de harina, varias gallinas y dos cabras más. Iban a pasar los días de Navidad juntos en el refugio. Había muchas ausencias... ausencias que cada vez pesaban más. Querían que Zacarías y Encarna les acompañaran y pasaron por su casa a decírselo. Les dolió enterarse de las noticias de Juanito, y no daban crédito a la muerte del maestro...
-No puede ser, no –Zacarías paseaba de un lado a otro de la habitación, negando exageradamente-, no puede ser... ¡La lista!
Una pequeña explosión inmovilizó el tiempo, haciéndoles agacharse a la vez que se cubrían la cabeza con sus manos.
-¿Qué ha pasado? –preguntaron sin palabras.
-¡Ha sido al lado de las escuelas! –se oyó gritar desde la calle.
-¡Los niños!... ¡Mis hijos! –chilló Encarna antes de perder el sentido.

Estaban jugando, no sabían lo que era y golpearon la granada sin explotar como si fuera un balón, contaría luego Fernanda.
-Sólo Miguel está herido... ha sido un milagro que no le matara. Una ambulancia se lo ha llevado a Guadalajara, sus padres iban con él, y nosotros nos hemos traído a Álvaro.
-Le cuidaré como si fuera mi hijo –dijo Jacinto.
-Está muy asustado... –decía Samuel mientras el niño corría a los brazos abiertos que le extendía Bernarda.

Aquella noche el argentino tardó en conciliar el sueño, impresionado como estaba con la sangre y aullidos de los niños. El nuevo embarazo de Dolores no llegaba en buen momento por mucho que deseara tener más hijos. Pero había otra cosa a la que no dejaba de darle vueltas...
¿Qué había querido decir Zacarías con eso de la lista antes de oírse la explosión? ¿La muerte del señor maestro tenía que ver con una lista? ¿Lista negra? Él sabía que eso podía ocurrir, porque llegó a España huyendo de los alemanes por no querer unirse a ellos. No había vuelto a usar el código morse desde que salió de la Argentina, aunque a veces se sorprendía golpeando con los dedos en piedras o en una mesa. Por instinto, sin darse cuenta.
¿Le habrían descubierto? Sólo su mujer sabía que era el mejor radiotelegrafista de su país, y que se negó a unirse al ejército de Hitler.
¿Figuraría él también en una lista?
Pocos días después de Navidad, tuvieron que amputarle una pierna a Miguel, el hijo de Zacarías. El niño tendría que aprender a andar con una pierna ortopédica mientras sus padres seguían arrastrándose por sobrevivir.
“No es el momento de preguntar nada”, se decía Samuel.

Cuando apareció calcinada la escuela los niños del pueblo se quedaron definitivamente sin colegio, don Cosme repasaba con ellos sumas y restas en la sacristía de la iglesia a la espera de que la maestra de Pelegrina los pudiera acoger. Sólo irían a la escuela del pueblo vecino los niños más pequeños, a los mayores se les necesitaba ya en el campo o como peones de albañiles para volver a construir Sigüenza. Dos de esos pequeños eran la estampa preferida de casi todos: Álvaro y Alicia.
Siempre estaban juntos. Sus conversaciones llenaban de ternura y pureza cualquier rincón sucio de guerra, hasta el niño había olvidado la sangre de su hermano al estallarle la granada. Cuidaba de la pequeña Alicia con tanto mimo que tenías que sonreír al verlos aunque lloraras por dentro; con su bracito por encima de los hombros de la niña. Un matrimonio de ángeles, decía don Cosme, él de seis años y ella de cuatro.

Mientras, en el hospital de Guadalajara, los padres del pequeño no lo estaban pasando bien. Se hundían, se hundían cada vez más, aunque los rumores del final de la guerra corrieran a voces por los pasillos. Pero fue volver a ver a su hijo caminar sin ayuda de muletas cuando  vieron la puerta de salida abierta...
-¡Nos vamos a México! –dijo Zacarías.
-¿Huimos?
-No, cariño –dijo cogiendo y apretando las manos de su mujer-, los niños son el futuro y nosotros vamos a luchar por el futuro... vamos a luchar por nuestros hijos. No quiero que Miguel camine siempre con el miedo de tropezar con otra granada.
Encarna se abrazó llorando a su marido, quizá adivinando también esa puerta.
-Pero... dicen que la guerra se acaba.
-¿Y qué? –preguntó Zacarías mirando hacia el futuro, mirando hacia su hijo-. Cualquiera que haya vivido en España durante los últimos cinco años ha visto el odio que se ha acumulado para saber que el fin de la guerra no traerá la paz...

A las diez y media de la noche del día uno de abril, Radio Nacional de España emitía el siguiente comunicado:
 
En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
 El Generalísimo: Franco.
 Burgos, 1º de abril de 1939

Dos días antes habían quemado y casi destrozado la casa de Bernarda Alba y de Jacinto.

Todo ocurrió muy rápido después. El hombre sacó una pistola que Bernarda nunca antes había visto. Intentó detenerle mientras los niños lloraban, pero no pudo. Sólo gritaba que ya no aguantaba más y empezó a caminar amenazando con el arma a quien se interponía en su camino hacia la casa del barbero. De pronto sonaron tres tiros... ¿De dónde? ¿Quién? Tres tiros que rasgaron un silencio lleno de envidia y rencor.
Tres tiros que desgarraron el alma de Bernarda al ver cómo caía su marido sobre el suelo gris de la plaza.

El día que acabó la guerra enterraron a Jacinto. Zacarías y Encarna llegaron cuando salían del cementerio...
-Estaba en la lista, ¿verdad? –preguntó Samuel agarrándole de un brazo y hablando en voz baja.
Zacarías asintiendo y sin poder hablar le tendió la lista.

-Tú lo sabías, maldito cabrón... ¡Tú sabías que iban a matar a mi Jacinto y no dijiste ná! –se oyó gritar a Bernarda a la vez que comenzaba la emisión de Radio Nacional.

Mamen García
Laura

Papá llegó a casa cuando le daba la merienda a la niña. Morfeo, Mofi, entró corriendo en el salón y se tumbó a nuestros pies. Laura le dio un trozo de plátano que él engulló antes de darme tiempo a protestar...
-¡Parecen hermanos! –dijo mi padre riendo.
La compenetración que había entre mi hija y su perro era tan perfecta como increíble. Habían crecido juntos; cuando a los tres años la niña comenzó a andar, Morfeo aprendió a estar siempre a su lado para que no se cayera, o a tumbarse junto a ella cuando se caía, y lame su carita si la ve llorar... son una monada los dos.
Desde que el año pasado nos vinimos a vivir a Valencia ladra cuando Laura quiere decir algo y no puede, a veces pienso que lee sus pensamientos.
Tiene cinco años y su mente es normal lo que pasa es que no puede hablar y anda con dificultad. Papá dice que me enfado con la gente sin razón, pero no me gusta que traten a mi hija como si fuera idiota. En el colegio, cuando he ido apuntarla... dicen que no puede estudiar con niños normales, y no lo entiendo.

En 1983 compré, con la ayuda de mi padre y del abuelo Zacarías, una pequeña casita con jardín cerca de la playa de Levante. Los inviernos en Madrid resultaban algo peligrosos para la niña por sus constipados y gripes, el doctor nos había aconsejado un clima mediterráneo, y como yo quería alejarme de su padre, no lo dudé ni un momento. El mar nos hacía bien a las dos; papá decidió venirse a vivir con nosotras.
Roberto solía venir una vez al mes a ver a su hija, pero ya nada era igual. La complicidad, atracción o deseo que sentía por él se habían ido debilitando poco a poco, quizá porque la pasión y la decepción nunca fueron amigas y habían sido muchas decepciones... o quizá porque la seducción había dejado paso a una correcta amistad con el marido de mi mejor amiga. No me conducía a nada pensar que fue después de ver de nuevo el barranco de las Hoces del Río Dulce, aunque fuera por televisión, cuando todo empezó a cambiar. Ni recordar que me tuve que comprar un vídeo y aprender a usarlo para poder ver  todos los episodios del El hombre y la tierra. No me conducía a nada... no. Ni recordar de alguna forma a Morse ni pensar en Roberto, porque no tenía a ninguno de los dos.
“Hay más hombres que lechuguinas”, me dijo la abuela Bernarda cuando vino con mamá y Fernanda a pasar el último verano. ¿De dónde habría sacado esa expresión?

  Mi padre se fue a Sigüenza para dejarnos más sitio en la casa. Se lo tuve que pedir yo, sabía que mamá no vendría si estaba él...
-No quiere verme, ¿no es eso?
-Pues no lo sé, papá, eso se lo debes preguntar tú.
Ella le huía, y él se ponía nervioso y huraño cuando hablaba de mi madre.

Llegaron un viernes por la tarde en la furgoneta de Fernanda, la abuela nunca había visto el mar y a mí me hacía mucha ilusión enseñárselo.
Salimos a dar un paseo cuando bajó el sol. Mamá llevaba a Laura en brazos y yo empujaba la silla de la abuela mientras Morfeo caminaba olisqueando los zapatitos de la niña; Fernanda se había quedado descansando. Nos detuvimos en un parque del paseo marítimo, frente al mar...
-Si no fuera tan azul diría ques el mismo que se ve en la tele.
La abracé. ¡La echaba tanto de menos!
-Es el mismo, abuela, sólo que su televisión es en blanco y negro.
-A mí no me líes la cabeza que la enciclopedia dice que hay tres y muchismos ríos. Pero mares tres: Atlántico, Mediterráneo y Cantabro...
-Cantábrico... –corrigió mi madre desde el columpio donde jugaba con la niña.
-Y vete tú a saber cuál es éste.
-El mediterráneo, abuela, el agua está más caliente.
-¿Tasmetió?
-Muchas veces y usted también se va a meter...
-Si hombre ¡Anda que no le costó a la Fernanda años ni ná meterme en la bañera...!

Se negó a mirar la playa durante el día, sólo conseguíamos sacarla al anochecer, hacía mucho calor. Fue difícil convencerla para que se quitara su ropa negra, pero las medias hasta las rodillas... eso fue imposible. Pero aun así fue tan divertido y entrañable estar con ellas que no lo olvidaré nunca.
Como aquella primera noche que fuimos a pasear por el puerto, y acabé en la comisaría de policía.

Laura había estado jugando y corriendo con Mofi por lo que la abuela la sentó encima de ella cuando salimos a pasear. Fernanda empujaba la silla respirando tranquilidad; Morfeo, a su lado, custodiaba el pequeño y sonriente mundo de su amita. Mamá y yo, agarradas del brazo, íbamos mirando los menús de las terrazas para cenar. Llegamos al puerto sin habernos puesto de acuerdo por lo que me acerqué a un puesto de helados. Había mucha gente, y tuve que esperar un buen rato para comprar cinco tarrinas. Estaba pagando cuando oí a Morfeo ladrar. Miré hacia atrás y vi a la abuela chillando a un policía para que no le hablara en ruso, Fernanda intentaba poner orden diciendo que hablaba en valenciano mientras mi madre tenía en brazos a la niña.
Me dieron el cambio y salí corriendo.
-Hola, buenas noches ¿qué ocurre? Perdone, es que no entendemos el valenciano...
-A ver, señorita, la mujer mayor estaba tirando piedras a los barcos...
Cagonlahostia, estaba enseñando a matar truchas a la hija de mi Merche!
Me tragué como pude las carcajadas que brotaron al escuchar a la abuela.
-No puede hablar ¿sabe usté? Pero bien relista que es, me trajo las piedras más grandes del parque porque sabía que veníamos al puerto a matar truchas.
-¿Matar truchas? –preguntó el joven policía.
-Sí señor, como lo he hecho la vida, a pedradas.

No pude seguir callando la risa y eso enfureció al municipal que llamó a su compañero para que arrimara el coche...
-Sube... a ver si te hace tanta gracia –me dijo abriendo la  puerta-, y se lo explicas a mi superior en comisaría por si se entera de algo.
Le di la bolsa con los helados a mi madre, y le pedí que se fueran a cenar mientras yo iba a explicar que a la enciclopedia se le había olvidado decirle a la abuela que en el mar no hay truchas. 

Aquel verano pasó tan rápido lleno de risas y cariño, que creo que fue el más corto de mi vida. El último fin de semana se presentó mi padre con el abuelo Zacarías...
-Si no los juntas sin que sepan que se van a ver, estos dos no se vuelven a hablar –me dijo el abuelo después de observar a mis padres mirarse a escondidas toda la tarde.
Nos habíamos dado cuenta todos y por la noche, poniendo mil excusas y pegas, les dejamos solos...
-¡Y que ellos se las apañen como puedan que ya son mayorcitos! -dijo la abuela.                   

A la mañana siguiente mientras desayunábamos en el jardín, nos dimos cuenta de que aún no habían vuelto. La claridad del día confundida con un tenue aroma de jazmín traían un sabor a tregua, quizá la paz firmada en el horizonte.
Laura estaba especialmente pesada dándole vueltas y vueltas con la cuchara a su tazón de leche con Cola Cao sin querer comer. Apoyaba su cabecita en un brazo acodado sobre la mesa. Y daba vueltas y vueltas a la leche mirando al cielo. En la radio 'Alaska y dinarama' decían que era difícil pedir perdón...
-Echaré de menos esto –dijo Fernanda estirándose en su silla.
Un pequeño grupo de gaviotas pasó volando hacia la playa y la abuela se arrimó a la niña para que tomara su desayuno. El abuelo leía el periódico mientras Mofi dormitaba a sus pies, me iba a levantar a recoger las tazas cuando se abrió la puerta del jardín... mamá llevaba las sandalias de tacón colgadas de una mano y una flor en el pelo. Papá entró después con la chaqueta sobre el hombro.
-Voy a echarme un rato antes del viaje –dijo mi madre.
-Yo... también voy a descansar un poco –añadió mi padre.
-Vale, luego os llamo –dije mirando fijamente a la abuela para que no dijera nada.

Habían estado hablando toda la noche y vieron amanecer desde la playa. Supe que no había pasado nada más porque se despidieron como hermanos cuando mamá se fue. Pero algo había cambiado, el humor de papá, sus ojos al hablar de mi madre. “Siempre se han querido, por eso le obligué a venir”, me dijo el abuelo.
Mamá volvió un mes después cuando encontré por fin un colegio que me gustaba para Laura, donde la trataban como una niña normal; sin sobreprotección ni dejar que se la considere un bicho raro. Me vino muy bien desahogarme con ella, una charla de mujeres. Pero había momentos en que la notaba distante, como ausente, sospeché que quería estar a solas con mi padre y preparé una tarde de playa dejándoles solos en casa.

Regresamos, la niña, Morfeo y yo, casi al atardecer. Empezaba a refrescar ya.
No encontré a nadie por la casa hasta que no me dirigí a la cocina para preparar la cena. La habitación de papá estaba abierta.
Mi padre estaba sentado en el borde de la cama, miraba al suelo con los codos apoyados en sus rodillas mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos. Estaba descalzo.
Golpeé levemente la puerta con los nudillos y me miró.
-¿Estás bien?
Asintió apretando los labios.
-Voy a preparar la cena para Laura que mañana tiene colegio.
-No deja, ya voy yo –dijo levantándose-. Tu madre se ha vuelto a Pelegrina.

Pasó por delante de mí y no pude ver sus ojos.
La cama estaba deshecha. Le seguí y me senté en la mesa de la cocina mirando cómo empezaba a hacer una tortilla. Se oía a la niña y a Mofi jugar en el salón...
-¿Qué ha pasado?
-No lo sé, Merche –dijo cascando los huevos-, el otro día nos quedó claro que nos seguimos queriendo... que siempre nos hemos seguido queriendo y que volveríamos a intentarlo pero despacio...  y hoy –siguió diciendo quedándose inmóvil y mirando fijamente a la sartén-, después de desearla y amarla como nunca, cuando pensé que ya jamás nos separaríamos... vuelve a estar ausente, insegura, y me dice que no puede dejar a su madre otra vez sola...  ahora no... No la entiendo, cariño, te juro que no la entiendo.
Yo tampoco, pensé a la vez que oía sonar el teléfono.
Era Fernanda preguntando por mamá.
-¿Está todo bien por allí? –pregunté por si me aclaraba algo.
-Sí, claro, tu abuela algo constipada y en cama, pero todo bien –respondió sin entender por qué se había vuelto al pueblo mi madre.
Me despedí enseguida, no tenía ganas de hablar con ella.

En la Navidad de 1985 nos fuimos a Sigüenza para estar con la familia. Laura y yo iríamos a cenar en Nochevieja con mi madre y nos quedaríamos allí unos días.
El día veinticuatro de diciembre por la tarde, el abuelo Zacarías vino muy serio de echar la partida con sus amigos.
-¿Ya habéis acabado? –preguntó papá mientras tocaba la zambomba acompañando a los villancicos que cantaban los hijos del tío Miguel ante el asombro de mi hija y los ladridos de Morfeo.
No contestó, había demasiado ruido. Me miró e indicó que saliera al pasillo.
-Tienes que ir a casa de tu abuela... –dijo sentándose en una butaca de madera.
-Claro, dentro de unos días...
-No, Merche, hoy.
Algo empezó a temblar dentro de mí al verle tan serio, casi llorando, y tragué saliva.
-¿Qué ocurre? –preguntó mi padre que había salido detrás de mí cerrando la puerta de la habitación donde estaban los niños.
-...Don Justino, el médico de Pelegrina, estaba en la taberna... fallé una vez a Bernarda porque me callé y no lo voy hacer contigo –dijo mirándome y olvidándose de seguir alisando con su bastón la pequeña alfombra que pisaba- Tu abuela se está muriendo, Merche, no saben si llegará a mañana.
-Pero ¿por qué? ¿Cómo? Si estuve con ella hace un mes –chillé mientras papá me abrazaba.

Los niños dejaron de cantar, mi tío Miguel también salió al pasillo.
-Cuando vinieron de las vacaciones, en una revisión le encontraron un cáncer... es muy mayor y no quiso operarse ni seguir tratamiento alguno.... sólo pidió que nadie te dijera nada.... ya te había hecho sufrir suficiente de pequeña.                   

El tío Miguel sacó el coche y nos llevó a papá y a mí a Pelegrina, el abuelo no nos acompañó... no le dejé, no le quedaban fuerzas y apenas se tenía en pie.

Había mucha gente en la casa pero no reconocí a nadie. Pasé directamente a la habitación de mi abuela, mamá y Fernanda estaban con ella; don Justino también estaba allí. Me acerqué a la cama y cogí su mano...
-Estoy aquí, abuela.
-Sabía que vendrías... siempre fuiste mu desobediente y vendrías –dijo en un hilo de voz.
Me abracé a ella mientras veía a papá consolando a mi madre que no dejaba de llorar.
-El recluta...Merche... el recluta te quiere...
-¿Qué dice, abuela?
-El reclu.......vino................................
-¡No entiendo lo que dice...! –dije rompiendo a llorar.
Fernanda, abrazándome, me separó de la cama.
-Tiene mucha fiebre –dijo el médico tomándola el pulso-, está delirando y entrando en coma.

Mi abuela, Bernarda Alba, murió el día de Navidad a las cuatro de la tarde.
Del entierro recuerdo muy poco, tan sólo a mis padres que no se separaban, como tampoco se separaron de mí Roberto, doña Asunción y Fernanda.

Días después, cuando empecé a asimilar que ya nunca la vería, fui con mamá a llevar flores a su tumba. Al llegar al cementerio vimos a un señor de unos cincuenta años parado ante la lápida de la abuela...
-¿Conocía a mi madre? –le preguntó soltándome del brazo para dejar las flores sobre la tumba.
El desconocido se la quedó mirando fijamente, parecía que su mirada estuviera atravesando montones de años hacia atrás a una velocidad vertiginosa...
-¿Alicia...?
-¿Me conoce...? Perdón ¿le conozco? –preguntó mamá mirándole a la cara.
-Sí, bueno no... ¡Hace tantos años ya! –dijo el desconocido empezando a marcharse por el estrecho sendero que marcaban las lápidas.
-Sus ojos me recuerdan a mi padre, pero él sólo tuvo un hermano que murió en la guerra  civil –le dijo mamá sin esperar recibir respuesta.
Volvió despacio, arrastrando los años, y fue a sentarse junto a la tumba de la abuela. Mamá y yo no dejábamos de mirarle.
-Creí estar muerto durante años... esa es la lección que aprendí en el campo de concentración al que me llevaron después de que me hicieran prisionero en la batalla del Ebro... logré escapar... y no pude regresar a España hasta que murió Franco.
-¡Usted es mi tío Juanito! –dijo mi madre acercándose a él como si no le creyera.
-Así es –sonrió sin ganas el desconocido, y mirando hacia la tumba de la abuela añadió-, he vuelto a casa, Bernarda... demasiado tarde.


El hermano de mi abuelo Jacinto, Juanito, al que dieron por muerto al desaparecer en la guerra civil, estuvo desde finales del 38 hasta el 41, que consiguió escapar, prisionero en el campo de concentración de Miranda del Ebro, en Burgos. Él y otro compañero consiguieron llegar con vida a Andorra donde se escondieron, a otros les volvieron a apresar y viviendo como esclavos construyeron el Valle de los Caídos. Mi tío abuelo consiguió cruzar la frontera de Francia meses después y luego, en un pueblecito perdido cerca de Lyon, volvió a aprender a vivir esquivando la segunda guerra mundial.

Toda una vida marcada por la brutalidad del mundo, y el egoísmo de unos cuantos.

No se casó, pero tiene dos hijos. Y aparte de abrazar a mi madre ya no le quedaba nada por hacer en España...  preguntó por Carmina, la hija de la señora Felisa, aunque mamá no sabía que la conociera...
Farfullando que era mejor no recordar a los muertos, se marchó.


Estrenando 1986 y después del funeral de la abuela, fui a despedirme de Fernanda.
Ella se quedaba con una prima suya viviendo en el pueblo, mi madre se venía con nosotros a Valencia...
-¿Estás segura de que no te quieres venir, Fernanda?
-Soy de secano... nací aquí y moriré aquí.
Salimos a pasear abrigándonos bien. No había llevado a Laura porque hacía mucho frío.
-¿Has hablado con Morse? –preguntó apretándose el nudo de la bufanda.
-¿Con Morse...? ¿Con que Morse? –pregunté a la vez sin entender.
-Pues con Morse... con el recluta como le llamaba tu abuela.
-¿De qué hablas? –la dije parándome y cogiéndola de un brazo mientras un inmenso vértigo me rodeaba.
-Vino a ver a tu abuela antes de morir... y creó que le vi en el entierro, pero no estoy segura.
-¿Se ha ido ya a la Argentina? –pregunté como si me faltara el aire, demasiado deprisa.
-Que yo sepa no... vive aquí desde hace dos años, bueno, aquí no. Dicen que tiene una finca cerca de Sigüenza... ¿estás bien, Mercedes?
-No... sí... muy bien –dije mirándola y notando un brillo en mis ojos que ya no recordaba que pudiera existir.
-No sabías nada ¿verdad? –preguntó mirándome con dulzura.

Dejé a Fernanda antes de lo previsto y me acerqué con el coche a las Hoces del Río Dulce, necesitaba ir allí.


Mirador de Pelegrina
en homenaje al doctor Félix Rodríguez de la Fuente
y colaboradores
Que aquí rodaron sus películas
Eregido por suscripción popular
Sigüenza 1980

El mirador homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente estaba casi en el mismo lugar en el que  Morse y yo nos solíamos sentar cuando íbamos allí.
Estaba tan emocionada que no pude evitar ponerme a llorar nada más parar el coche. Morse había vuelto a España... hacía dos años... ¿cuándo volví a soñar con él?
¿Por qué no me buscó?
Sí, ya sé que yo entonces sólo estaba centrada en el bienestar de mi hija, buscando casa en Valencia... pero...
Morse... ¿Dónde estás?

Salí del coche envolviéndome en el abrigo. El viento rugía con fuerza, con la misma fuerza y enfado con la que yo me preguntaba “¿Cómo he podido vivir tantos años sin esto?” Arropada por la furia del viento empecé a encontrarme en paz conmigo misma, empecé a sentirme viento. Las lágrimas se confundían con los recuerdos y pude ver a mi abuela Bernarda sentada, con las manos sobre la panza, en la puerta del Universo junto a mi hermana Isabel. La abuela me guiñó un ojo y dijo sonriendo
“Ahora me toca estar con ella... busca al recluta, Merche... el nieto de Samuel el argentino”.

Por la noche, después de acostar a mi hija, llamé por teléfono a doña Asunción. Había ido a despedirse de mí aquella tarde a casa del abuelo. Enseguida le pregunté si sabía algo de Morse.
-Estuvo en el entierro de tu abuela... pero ni siquiera le saludé porque le perdí de vista. ¡Ah! Creo que le vi correr hacia nosotros cuando te desmayaste, te cogió Roberto en brazos y luego ya no le vi... pero no estoy segura. Está muy guapo, eso sí lo sé.
Doña Asunción me prometió que le buscaría, ya que yo me tenía que marchar al día siguiente.
-Espera... –volvió a decirme antes de colgar-, cuando todavía vivía mi tío Cosme, al poco de nacer Laura, recibió una carta del padre de Morse. Querían regresar a España... y no sé qué más, pero también preguntaban por ti...
-¿Y...? –pregunté nerviosa.
-Mi tío les mandó la foto que te hice con la niña... en la clínica.... cuando nació tu hija ¿te acuerdas?
-¿En la que también estaba Roberto?
-¡Sí, esa! ¡Parecíais un matrimonio!


Después de la fiesta de Reyes, Laura empezó de nuevo el colegio. En su mismo centro había dos niños más con parálisis cerebral, y tenían lo que se empezaba a llamar, un profesor de apoyo. Era un chico joven, que además de ser psicólogo estudiaba la carrera de pedagogía; todo un tesoro de sensibilidad, conocimientos y querer aprender.
Huía de los prejuicios, no dejaba que a ningún niño con problemas para expresarse o problemas de movimiento se le supusiera una discapacidad mental, ya que algunos niños con parálisis cerebral tienen problemas de aprendizaje, pero esto no siempre es así, porque algunos otros suelen tener un coeficiente de inteligencia más alto de lo normal. Miguel, que así se llamaba este profesor, fue una gran ayuda para mí y sobre todo para mi hija. Me hizo entender que, cuando el problema de un niño no se corresponde con su inteligencia general se denomina ‘dificultad especifica de aprendizaje’ y eso es lo que le ocurría a Laura. Que ni conseguía dibujar una casita con un sol como los otros niños, ni podía hablar. Pero Miguel empezó a estimular su desarrollo intelectual con cuentos, muchos cuentos y teatro.
La convirtió en mariposa en el cuento de Cenicienta.

Según se acercaba el día de la representación estaba más nerviosa.
-Las mariposas no hablan, sólo vigilan los diálogos para que nadie se equivoque –le decía a mi hija mientras le probaba las alas que le había hecho mamá.
-Mo...
-No, Mofi es un perro y no hace teatro.
-Belo...
No me podía reír, ahora era madre.
-El abuelo tampoco hace teatro, la mariposa eres tú.

Fue todo un acontecimiento familiar la primera obra de teatro de Laura. Doña Asunción consiguió dos días de permiso y se trajo desde Sigüenza al abuelo. Roberto vino por su cuenta en tren.
Mi hija voló durante toda la representación del cuento. Recorría el escenario moviendo sus pequeños bracitos y se arrimaba a la Cenicienta cuando lloraba sin nadie pedírselo...
-Quiere ser el hada madrina –me decía mamá entusiasmada.
Roberto gravó aquel momento de casi dos horas en su cámara de vídeo. La ilusión de su hija mientras recorría el escenario poniendo cara de susto cuando veía al público reír; las lágrimas de emoción del abuelo Zacarías; a papá moviendo los brazos como una mariposa al ver a Laura que se quedaba quieta buscándonos entre la gente...

Había que estimular la relación social de la niña con juegos, actividades extraescolares, cualquier cosa que evitara su aislamiento; y como en cualquier niño: rodearla de amor, aliento y apoyo. Miguel, su profesor, después de aquella tarde en la que la emoción y el orgullo poblaron mis mejillas, como las de una madre más, abrió la puerta de la esperanza de  par en par. No pude aplaudir... de verdad que no pude aplaudir cuando acabó la representación, porque vi la poesía vestida de mariposa agarrada a la manita de sus compañeros.
Mi hija, de cinco años, era la mejor Poesía de toda una vida.


Las palabras del viento, así me dijo doña Asunción que se llamaba la finca en la que vivía Morse; estaba en las afueras de Guijosa, muy cerca de Sigüenza. Como yo tenía que ir a Madrid a por unos papeles para poder acabar la carrera de Filosofía y letras en Valencia, me fui con ella dejando a la niña con mis padres y el abuelo. Tenía mi coche en el taller y Roberto vino con nosotras.
-Con este mes de febrero tan frío que hace, tu abuelo está mejor en Valencia...
Doña Asunción fue casi todo el camino hablando sola. Roberto había cambiado su humor y guardaba silencio desde que se había enterado de que el verdadero motivo de mi viaje era ver a Morse. A mí me incomodaba su silencio; no lo entendía y me cabreaba. Ya no había nada entre nosotros... ¿acaso se creía el único hombre sobre la tierra? Si al menos recordara mis poemas sabría lo que Morse significó para mí... o quizá porque los recordaba me miraba con esa cara de despecho ¿Despecho...? ¡Valiente cinismo el suyo, joder!
Siendo consciente de la guerra silenciosa que se libraba en el interior de su vehículo, doña Asunción siguió hablando...
-Parece que la tierra era de unos parientes y la compró a buen precio...
-Ah ¿pero la finca es suya? –preguntó Roberto.
“¿Y a ti qué te importará?” le quise contestar, pero en su lugar miré el paisaje y conté hasta diez.
-Sí, claro. Estuve el otro día y es muy grande, con animales, pero los guardeses me dijeron que Morse estaba en el campo con el tractor...
-¿Con el tractor?
“Once, doce, trece...”

Llegué agotada y exhausta a Madrid, como si hubiera hecho un viaje de diez mil kilómetros. Estaba tan quemada por los celos incongruentes de Roberto y por el tira y afloja que mantuvo la mitad del camino con doña Asunción, que me fui derecha a la facultad y quedé al día siguiente con ella en Sigüenza. Necesitaba perderlos de vista, a los dos.
Después de resolver casi todo el papeleo y hacer cola en media docena de ventanillas me acerqué a Atocha; cogí un cercanías hasta Guadalajara. Dormiría en una buena pensión que conocía y recuperaría fuerzas con su comida y durmiendo. Otro día como aquel y no lo contaba más.

Me desperté de madrugada. Las cuatro y cuarto. No conseguía volver a dormirme. Fui a por un vaso de agua, volví enseguida a la cama y me arrebujé con ganas entre las cálidas mantas ¡hacía tanto frío!
-¿Estás segura de lo que vas a hacer? –preguntó mi hermana Isabel.
-Es que no sé lo que voy a hacer... sólo sé que tengo que verle... ¿está bien la abuela...?


Casi eran las diez de la mañana cuando llegué a Sigüenza. Un sol helado me abrazó al salir de la estación... tenía miedo y no sabía de qué. Caminaba con prisa por las calles que habían acunado nuestro amor oliendo a él, todo olía a él. El aroma de la alameda, las Ursulinas allí al fondo, el pequeño cine club, la habitación del adiós, mi pelo enredado entre sus dedos... y había vuelto. Morse caminaba de nuevo aquellas calles.
Había quedado en el colegio san José con doña Asunción, trabajaba allí desde que había muerto su tío don Cosme. No me pudo acompañar a la finca pero me dejó su coche. Estaba tan nerviosa que se me caló tres veces al arrancarlo.

Un indicador de metal oxidado me hizo frenar de golpe cuando iba por la carretera que llevaba a Guijosa. Finca Las palabras del viento, ponía. Las palabras van sobre el viento, recordé... ¡pero no te lo crees!, me había dicho entonces.
Cerré los ojos y apoyé la frente en el volante.
“¡Ay Dios! ¿Qué estoy haciendo? ¡Éramos unos niños!”
Respiré una eternidad inmóvil, dudando de todo.
“¿Y si está casado?”
Un mirlo se posó en el capó del coche.
“Si fue a casa de mi abuela fue por algo, ella no me diría que me quiere si no estuviera segura”.
Y recordé sus últimas palabras...
Pisé el embrague y metiendo la primera giré hacia donde señalaba el indicador.
   
Podaba unos rosales que había en la parte delantera de una enorme casa blanca cuando le vi. Paré el coche en frente de la casa, pero fui incapaz de moverme. Morse hizo visera con su mano izquierda para resguardar los ojos del sol mientras miraba hacia el coche. Cogió una chaqueta que había sobre un banco de madera en el porche y caminó hacia mí.
Se quedó clavado en el suelo a dos metros de distancia, por lo que supuse que hasta ese momento no había sabido que era yo. Nos mirábamos como dos mimos estáticos sobre un suelo sin fondo. Un abismo me tragaba. La última vez que le había visto era un jovencito vestido de rebeldía y miedo ante el ejército, el hombre que me miraba ahora, con esa furia de nostalgia en los ojos, me hacía temblar. No pude seguir mirándole, sentía a mi corazón latir con desespero y salí del coche antes de marearme.
-¿Has venido sola? –preguntó poniéndose la chaqueta.
En eso no había cambiado, nuestros saludos se hacían invisibles por los nervios.
-Sí, Laura está en Valencia, tenía colegio.
-¿Y tu marido?
-No estoy casada, Morse, nunca lo he estado.
-Bueno, el padre de tu hija... es lo mismo.
-El padre de Laura es el marido de doña Asunción.
-¿Qué...?

No debí contárselo así, sino con más delicadeza, pero me sentía una niña torpe e insegura a su lado, no podía evitarlo. Tardé en explicárselo bien y adivinó enseguida que mi hija era lo más importante en mi vida...
-¿Y tú? –pregunté  apoyándome en el coche-, ¿te has casado?
-Sí... murió hace dos años –dijo mirando al vacío-, por eso regresé a España.
Oí quebrarse en añicos a la más frágil flor de cristal y cerré los ojos.
-¿Tomamos un café y hablamos? –preguntó Morse poniendo su mano en mi hombro.
-Sí... claro –asentí sonriendo mientras le miraba.


Epílogo

Han llamado hace un rato por teléfono para darme los resultados de la amenocentesis, todo está bien. El bebé viene bien, otra niña.
Se lo tengo que decir, pero está en el campo ultimando un sistema de goteo para poder regar más a menudo. Este verano está siendo demasiado seco. Él no quería que me hiciera la prueba, fue la doctora la que lo aconsejó aunque nunca sabré si hubiera sido capaz de interrumpir el embarazo. Es el fruto de nuestro amor lo que crece aquí dentro... nunca hubiera podido... ya da igual, todo ha salido bien.
Laura y Mofi están en los establos viendo cómo María, la hija de los guardeses, prepara los caballos. Mi hija tiene casi nueve años y es feliz estando en contacto con la naturaleza  y los animales de la finca. A Morfeo sin embargo no le gusta mucho esto desde que la niña ha empezado a montar a caballo: Miguel no le deja que camine al lado del animal y le ladra... creo que hasta llora y  me lo tengo que llevar.

Al poco de reanudar mi amistad con Morse, vino a Valencia a conocer a Laura. Se cayeron bien enseguida... era imposible lo contrario. Y un día, cuando fue a buscarla al colegio con mi padre, conoció a Miguel, su profesor. Hablaron de la finca, de los caballos y de los beneficios que un sitio así le podría reportar a un niño discapacitado.
Ambos se quedaron entusiasmados con la conversación y quedaron en tomar unas cañas al día siguiente antes de que Morse volviera a Sigüenza. Me pidió que les acompañara pues quería comentarme algo.

Sentados en la terraza en la que habían quedado esperábamos mirando al mar. Una pareja ocupó la mesa de al lado, entre susurros se besaban sin importarles nada más. Estaban junto a nosotros, tan cerca que busqué otra mesa por no invadir su intimidad. Todas estaban ocupadas. Suspiré y miré al suelo, no me encontraba a gusto. Creo que a él le pasaba lo mismo, porque se tocaba una oreja sin saber qué hacer ni qué decir... habíamos quedado en ser amigos y me moría por besarle... y me daban envidia los de la mesa de al lado... y se iba mañana y...
¿Es que un hombre y una mujer no pueden ser sólo amigos? ¿Ni aunque se lo propongan? La puesta de sol me estaba nublando los sentidos.
-¿Otra caña? –pregunté de la forma más tonta que recuerdo.
Morse asintió sonriendo divertido.
Llamé al camarero mientras veía a Miguel acercarse a nuestra mesa.
Se disculpó por el retraso, y enseguida empezó a hablar de un método alternativo de terapia de rehabilitación para niños y adultos, con discapacidad física o mental, que utilizaba al caballo como herramienta terapéutica en ambientes naturales... hipoterapia se llamaba.
Le mirábamos fascinados mientras hablaba. ¡Cómo podía saber cosas así! Ni me molestaban ya los de al lado.
-Es una terapia que se está empezando a usar en la India –seguía contando con los codos apoyados sobre la mesa... se notaba que le apasionaba el tema y lo contagiaba-,  tengo un amigo que estudia en Nueva Deli, y allí esta técnica es pionera. Ahora, en 1988, dudo que alguien en España sepa lo que es la hipoterapia, pero dentro de varios años se sabrá... porque funciona.
-¿Funciona? ¿Pero sirve cualquier caballo? –preguntó Morse realmente interesado.
-A ver... por partes. Partiendo de que el ejercicio al aire libre es bueno para todos, esta terapia es imprescindible que sea aplicada por profesionales en rehabilitación. Primero el niño o adulto tendría que ser evaluado para determinar los ejercicios terapéuticos que habría que hacer sobre el caballo, montamos con el niño, la seguridad es lo mas importante, hasta que pueda ir solo...
-¿Solo? –pregunté algo asustada.
-No, siempre hay una persona que guía el caballo de las riendas... y algunos llegaran a sujetarse solos sobre el caballo y otros no, pero los beneficios son los mismos. Se divierten, mejoran su coordinación, tono muscular, equilibrio, confianza...
-¿Y los caballos? –recordó Morse.
-Ah, sí, han de ser dóciles y estar bien entrenados, que conozcan poco a poco a quien van a llevar encima sería lo ideal...

Seguimos hablando un buen rato más. Morse puso a disposición de Miguel su finca y dos caballos durante los meses de verano. Pero aquello no era tan fácil, se necesitaban licencias, profesionales...
-No tenemos prisa ¿no?
Y antes de irnos, mi fe y fantasía se volcaron sobre el hombre al que amaba con toda mi alma, cuando dijo:
-Hace días que vengo pensando, y por eso le he pedido a Merche que viniera, utilizar el código morse para expresar las palabras que Laura no puede decir.
-¿El código morse? –preguntó Miguel poniendo los codos de nuevo sobre la mesa.
-Sí, ya sé que la niña no tiene la velocidad necesaria en las manos... pero con un ordenador...
Le miraba y escuchaba extasiada. Apenas conocía a mi hija, y ya sabía que sus palabras existían, y él quería lograr que el viento las trasportara sin dificultad para que la niña se pudiera comunicar.

Horas más tarde, ya en mi habitación, me era imposible conciliar el sueño sabiéndole en el dormitorio de al lado. Casi nos habíamos besado en la cocina antes de que entrara papá. Me estaba volviendo loca. Encendí la luz. Me levanté y busqué en la parte alta del armario una pequeña caja de cartón. Allí estaba, al abrirla la cartulina roja me dijo que lo hiciera...
Sólo él lo entendería si estaba despierto.

 ...- . -.    (ven).

Golpeé suavemente en la pared un par de veces.


Cuando Morse y yo nos dimos cuenta de que nuestro amor iba mucho más allá de cualquier tiempo pasado, decidimos casarnos. Por muchos episodios que tuviera la vida, el destino nos había vuelto a unir. Elena... su mujer, siempre sería la princesa argentina con la que quiso tener hijos, pero yo era su presente y su futuro. Y él era mi hogar, lo que me faltó durante años y no quería volver a perder.

Nos casamos hace un año en las Hoces del Río Dulce, tuvo que ser por lo civil, pero conseguimos casarnos allí. Hacía poco que había muerto el abuelo Zacarías y no lo celebramos; tan sólo mis padres, su padre y Laura nos acompañaron.
Y el viento... sus palabras.

Un viento que no dejaba de mencionar a todos los que se habían ido, las injusticias, la crueldad silenciada de un pasado demasiado cercano; un viento que nos mostraba el pasado para recordar y poder olvidar; para aprender, para entender y afianzarnos caminando hacia el futuro.
Las palabras de un suave viento que me traían a dos bellas damas de honor: mi abuela Bernarda y mi hermana Isabel.

-(FIN)-

Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 10.

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1 comentario:

  1. Gracias, Mamen.
    La novela resulta amena y explicativa. Te has movido perfectamente en un terreno que aun produce filias y fobias.
    Desde luego, la novela pudiera codease con cualquier best-seller. Sin embargo, sabes que tú ahí no tienes sitio. Encógete de hombros... tu esssfuerzo lo sabes tu... otros lo calculamos, pero para la mayoría pasará desapercibido, La vida es así.... no lo des más vueltas. Sigue luchando, pero sabiendo dónde está tu premio.
    Un abrazo.
    Miguel-A.

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